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Autor: altair7

 
 
 
 

Amigo dentro

  AMIGO DENTRO Una parte, la mas oscura de mí, esa que todos los seres humanos tenemos dentro, quería odiarlo y destruirlo, arrojarlo al infierno del olvido, o ya de perdida al de la indiferencia, pero otra parte, que terminaba ganando casi siempre, le amaba con cierto grado de locura y sin razón, y en precario equilibrio, ahora de un lado, ora del otro, desgastándome así los días y los antojos. En qué piensas? – preguntó Hugo, el causante de mis múltiples personalidades, estúpido, cabrón, amigo, compañero, amado y deseado, todo en uno, uno en todo. En nada – le espeté mirando la televisión sin verla realmente. Se paró entonces frente al aparato poniéndome delante, en vez de la insulsa pantalla unos ajustados jeans desteñidos que dibujaban el contorno de su entrepierna, su abdomen plano, mas bien flaco, sombreado apenas por una hilera de finos vellitos oscuros, que sin pérdida de tiempo imaginé que besaba, que lamía, que sorbía el aire que de pronto me faltaba a través de ellos, impregnándome de su aroma, de su piel, de toda su maldita persona si tan sólo me lo permitiera. Un peso por tus pensamientos – dijo sonriendo, mostrando sus malditos dientes chuecos, aunque muy blancos. Deja de joder – le dije, como si no me importara su delgado torso desnudo – y elige de una vez la chingada camisa que te vas a poner para poder irnos al cine de una buena vez. Puta, qué carácter! – dijo sin perder el buen humor – se me hace que ya te vas buscando una novia, porque esa amargura a tan temprana edad no se debe sino a la falta de un buen par de nalgas donde saciar esas ansias que te consumen. Le hice el gesto mas grosero que se me ocurrió y sin dejar de reír se encasquetó una playera negra y tras pasarse un peine por la cabeza declaró que estaba listo. Espera – dijo de último momento, rociándose perfume en el cuello. Ya, Hugo! – lo regañé – ni que fuéramos a un pinche concurso de belleza. Tranquilo, campeón – contestó revisándose frente al espejo una vez más – que quedé de ver a Lulú en el cine y me late que esta vez si va a aflojar las carnes con este galán tan guapo – completó lanzándole un beso a su imagen en el espejo. Una patada en los huevos me hubiera dolido menos. Agarré las llaves del coche, mi coche!, pensé encabronado, porque encima de todo me llevaba de su puto chofer, y todo para perseguir las flacas chiches de la Lulú, que encima era tan puta, pensé para mis ardidos adentros, y tan manipuladora, continué rumiando mi rencor, y las palabras se me atragantaban en el gañote, y le hubiera enderezado los dientes chuecos al Hugo de un chingadazo si en ese momento no me abraza y me planta un beso en la mejilla, aprovechando que iba tan distraído en mi propio y particular infierno. Qué tienes, pendejo! – le reclamé limpiándome con pretendido asco el ligerísimo beso, vibrante en mi mejilla. Pues que eres el mejor amigo que nadie puede tener – me dijo con una simpleza desarmante. Lo amé. Sin duda alguna, sin esperanza alguna, y metí segunda y aceleré porque me bombeaba el corazón, y porque quería estrellar el auto con el que iba delante de mí, porque a Lulú no le iba a gustar un Hugo ensangrentado y desmembrado, y yo en cambio iba a seguir amando su cuerpo roto, aunque tuviera que coserlo y remendarlo, y metí tercera porque la película ya iba a empezar y a Hugo no le gusta llegar con la sala a oscuras, mientras que a mí me encanta porque me amparo en la oscuridad para pegar mi cuerpo al suyo, porque le tomo la mano porque no veo por donde camino y él me guía y yo lo sigo, porque eso llevo haciendo un par de años. Yo lo sigo. Te lo dije – me reclamó a pesar de haber pisado el acelerador – ya empezó la película. Veamos otra – dijo esa parte de mí que todavía espera los milagros y los regalos de Santa Claus en diciembre. No chingues! – dijo Hugo comprando los boletos – si Lulú está en esta sala. Otra vez la innombrable, pensé agarrando un puño de palomitas para metérmelas en el hocico antes de comenzar a gritar todas las palabrotas que me burbujeaban dentro. Y sí, la chiches flacas estaba allí apartando los lugares, y sí, por supuesto Hugo corrió a saludarla, y a mi me dio un repentino ataque de tos y los dejé en la oscuridad, no tan oscura como mi agónica desesperación, y me fui derechito al baño a vomitar mi dolor a solas. Un tipo en el baño, cuarentón y medianamente atractivo me miró de esa forma que uno aprende a detectar hasta dormido. Buscaba sexo y yo venganza. Me saqué la verga como si fuera mi carnet de identidad y se la mostré buscando la aprobación que Hugo no me daba. Trabajo aquí – me dijo el tipo, y por un momento tragué saliva pensando que era alguien de seguridad – soy el gerente del cine – me dijo justo a tiempo para lograr bajar el nudo de mi garganta – quieres ir conmigo a mi oficina? Que si quiero ir a su oficina?, que si quiero una mamada?, que si quiero olvidar mi obtusa relación con mi amigo?. No, eso último no me lo preguntó, pero yo a todo le dije que sí. Me dijo como llegar hasta su oficina por una puerta disimuladamente oculta, y se adelantó. Lo encontré ya de rodillas, con la boca y la bragueta abiertas. Le metí la verga en la boca y se la tragó con gusto. Ves, Hugo, no soy un ser repugnante, alguien se come mi verga y además lo disfruta, pensé, mientras miraba los ojos cerrados de aquel tipo, que se chaqueteaba con rápidos movimientos mientras me chupaba con ímpetu la reata. Pero ni su buena disposición lograba aplacar la ira de mis dioses. Cómetela toda, puto! – le espeté con voz autoritaria. Si, papi – contestó el cuarentón con voz dócil y serena, sacándose la verga de la boca sólo lo justo para hablar. Aproveché para arrearle unos vergazos en la cara, mientras él buscaba desesperadamente que se la pusiera en los labios nuevamente. Quieres verga, verdad, maricón? – le pregunté, descargando la rabia que me hinchaba los cojones Se aferró a mis piernas, acercando el rostro a mis huevos, buscándolos con la lengua, lamiéndolos mientras yo continuaba castigándole los cachetes con mis 17 cms. de carne dura, maravillado con el sonido casi estruendoso en la pequeña y silenciosa habitación. Abre el hocico – le ordené jalándolo del pelo, y él obedeció sin demora. Verga adentro, verga afuera, su boca jugosa apenas calmaba mi mal talante. Se la saqué de nuevo, por el simple placer de no darle placer. Quieres cogerme? – ofreció al ver que no devolvía mi verga a su boca ansiosa. Guardé silencio, y creyendo que yo aceptaba se puso de pie y se bajó los pantalones. Un par de blancas y regordetas nalgas que de pronto se me antojó reventar a golpes. Las acaricié rudamente, logrando apagados gemidos de placer en el improvisado amante. Son tuyas – se atrevió a decirme todavía el insensato. Le di la primera y sonora nalgada. Pegó un brinco pero paró más el culo. Su dolor me enardecía, y continué el castigo por unos minutos. Métemela ya – pidió él afanoso, jadeante porque seguía masturbándose, suplicante, sin saber que no tenía intención de hacerlo. No – le contesté, también jalándome rabioso la verga – quiero que te metas un dedo y te dilates muy bien el agujero. Obediente, se chupó el dedo medio y lo llevó hasta su culo, clavándolo para mi inexplicable gozo. Me gustó que obedeciera, que se degradara, que se humillara ante un joven degrado y humillado como yo. Métete dos, tres, cuatro, la mano entera – le ordené ya muy cerca del orgasmo. Por supuesto no pasó de dos dedos, porque comenzó a convulsionarse y yo me dejé llevar por sus gemidos y le llené las nalgas con mi leche, y me salí antes de que se pusiera los pantalones y me fui al coche y esperé a Hugo, que nunca llegó. Me fui a mi casa, a revolcarme en mi dolor, y a jurarle al patético personaje que lloraba frente a mi espejo que los dientes chuecos del pinche Hugo no volverían a ver la luz del sol. Pero la vieron, y muy rápidamente, porque el día siguiente era sábado, y desde que conozco a Hugo no hay sábado que no aparezca por mi casa. Está Raúl? – le escuché preguntar allá abajo, en la entrada. Claro, hijo, pasa – contestó mi madre, traidora a la causa, dejándole entrar. Me tapé con las cobijas hasta la cabeza. Un mundo sin Hugo. Un mundo muy pequeño, oscuro y caluroso, pero sin Hugo. Ya, cabrón, levántate – dijo jalándome las cobijas, destruyendo mi mundo, para variar. Déjame dormir – dije recuperando mi pequeño reino. No seas huevón! – insistió, arrancándome de tajo las cobijas, mi vida entera. Casi desnudo, me enrosqué como un gusano, pretendiendo no escucharle. Pero que bonitos calzoncitos – dijo el invisible de Hugo, jalándomelos del elástico. Neciamente me aferré a su inexistencia. Y que bonito par de nalguitas hay debajo – continuó el cabrón, metiendo una mano bajo la prenda. Si me muevo, pensé, dejará de tocarme. Soy de piedra. Y las nalguitas llevan hasta un agujerito! – dijo Hugo, el anatomista, eufórico ante la magnitud de su descubrimiento. Si no me muevo, pensé, se me parará la verga y no podré explicar porque me excitó su contacto. No soy de piedra. Ya!, con una chingada! – me quejé empujándole la mano, deseando que el pinche Hugo no estuviera tan flaco y enclenque como para haberse dejado quitar la mano con tanta facilidad. Pero es muy necio. Incluso mas que yo, y no tardó ni diez segundos para volver a meter la mano bajo mis calzones, y yo abrí las piernas pretendiendo empujarle, pero en realidad sólo le di el espacio suficiente para que pudiera agarrar mi trasero con total libertad. Porque no te agarras tus propias nalgas y dejas de molestar? – le dije con pretendido enfado haciendo la finta de querer zafarme. Porque no están tan ricas como las tuyas, Raulito – contestó tranquilamente. Y porque no me agarras mejor la verga – le reclamé muy machito en mi papel. Pues sácatela – contestó sin perder la postura. Me di la vuelta y me bajé los calzones, enseñándole mi sexo. Pinche Raul! – dijo riendo escandalizado – me cae que te pasas, cabrón! Se puso de pie y riendo se paró frente al espejo. Rojo como un tomate me subí los calzones deseando que el colchón se abriera y me tragara para siempre, o mejor aún, me tragara y me escupiera convertido en otro. Otro que no fuera yo. Otro que no amara a Hugo y no le doliera ser sólo su amigo. Oye, gracias por desaparecer anoche – me dijo mientras hacía cara de chango frente al espejo, incapaz de darse cuenta de que su rechazo me mortificaba. Te estuve esperando, pendejo – le informé, mientras me ponía de pie y enfilaba rápido hacia el baño, porque además de la humillante escena de haberme descalzonado para nada, ahora tenía una notable erección, y prefería ser hervido en aceite antes de que Hugo se diera cuenta de ella. Me fui con la Lulú – dijo secamente. Ya lo sabía, grandísimo engendro, escupitajo, pérfido, ignominia, maloliente, pensé mientras cerraba la puerta del baño, cerraba los oídos, los ojos, la garganta, el corazón, aunque para éste último era muy tarde. Abrí la ducha y me metí dentro, para limpiarme el orgullo maltratado, para lavarme por fuera y por dentro, para arrancarme todo lo que supiera a duelo. Puedo pasar? – preguntó Hugo cuando ya estaba dentro. Muy típico en él. Ya entraste, no?, para qué preguntas – le contesté molesto. Uy…que delicado – se burló – si nada mas voy a echar una meada, no pienso molestarte. Mis entrenados oídos sólo registraron lo de la meada. Porque para mear necesitaba sacarse la verga, razoné con toda la lógica necesaria al caso, y el resto, si es que dijo algo más, no tenía la menor importancia. Deslicé la cortina de baño con el sigilo de un gato, ojos de visión panorámica, nada que envidiarle a un camaleón, a un lagarto, y la presa recién deslizaba la bragueta, buscaba dentro, sacaba el contenido fuera. Yo no respiraba, ni necesidad había, no ante la inminente aparición deseada, y no me defraudó la espera, porque la verga de Hugo, aun sin erección, dormida y laxa, era todo lo que había soñado y más todavía. Larga y morena, gruesa y tierna, con una cabeza tersa y rosada. El tiempo se fraccionó en milisegundos y yo estatua de sal y arena. De pronto todo era diáfano y perfecto, de pronto todo encajaba y era bello. Qué estas mirando, pinche puto? – rezongó Hugo descubriéndome tras la cortina. Y entonces ya nada encajaba, nada era perfecto y nada era bello. Su risa llenó el baño, sonora y burlona, mi desazón llenó el resto. De nada sirvieron mis explicaciones. Hugo me había descubierto y se burló de mí hasta que encontró otra forma divertida de pasar mejor el tiempo. No soy puto – le aclaré por enésima vez. Ya se – contestó Hugo abrazándome – nada mas te estaba chingando. Me plantó un beso en la mejilla, pero con tan mal tino que aterrizó en la comisura de mis labios, muy cerca de mi boca. Hugo no se inmutó, mientras que yo en cambio sentí que me lanzaba al vacío y rebotaba hasta el cielo. Y si lo fueras – dijo tomando el pomo de la puerta listo para marcharse – creo que tampoco me importaría tanto. Me dejó hecho un guiñapo. Recién me había bañado, pero me sentía como si hubiera corrido la maratón, mareado y sediento. Necesitaba la calle. Necesitaba algo aunque no supiera dónde ni cómo encontrarlo. Caminé sin rumbo. Qué los pies y el destino decidieran. Llegué hasta el parque y el brillante sol me llevó a buscar la sombra y algo fresco. Me compré un helado y me senté a comerlo en las gradas de la cancha de básquet. Jugaban varios tipos, algunos jóvenes como yo y otros ya más maduros. Se habían quitado las playeras la mayoría de ellos y los miré con franco deseo. En especial a un tipo moreno, bordeando la treintena, con pecho peludo y fuertes piernas. Seguro notó mi atenta mirada, porque comenzó a limpiarse el sudor de las manos en la bragueta, alborotando el contenido, que se dibujaba claro y perfecto. Me relamí los labios, de forma invitadoramente obvia. Se acercó a un compañero y le cuchicheó algo al oído. El amigo, rubio y feo miró en mi dirección y sonrió despectivo. No me importó. Lamí el helado y abriendo boca de lobo me lo tragué entero. Los dos sonrieron y se agarraron el paquete. Siguió el juego, que terminaron perdiendo, lo que al parecer les puso de mal humor. Quieres festejar la derrota? – preguntó el moreno velludo acercándose a donde yo estaba. Fingí pensarlo, y para animarme, el tipo trabó los dedos en la cintura de sus shorts y la jaló hacia abajo, dejándome ver una ensortijada y negra mata de pelos. Tal vez – dije mirando ávido lo que él otro me mostraba. Y si quieres – dijo bajando aun más la prenda, enseñando el rabo completo, medio tieso ya – que nos acompañe el güero – dijo señalando con la cabeza a su amigo, que un poco mas allá nos vigilaba atento. Está medio feo tu amigo, no? – dije sólo para hacer tiempo, deseando ver hasta dónde se animaba a mostrarme. Medio? – dijo burlándose – está repinche feo el cabrón – y soltó la carcajada – pero sabes qué? – preguntó acercándose. Me incliné hacia él, para que me dijera lo que fuera, y también porque se había bajado tanto los shorts que se podían ver hasta sus huevos. Qué? – le pregunté, más pendiente de las gordas bolas peludas que me mostraba que de lo que pudiera decirme sobre su amigo. Que lo que tiene de feo lo tiene de vergudo el desgraciado – me susurró al tiempo que me ponía una mano en la rodilla. En serio? – le pregunté mientras dejaba que su mano subiera discretamente por mi muslo. Una pinche reatota que se te va a hacer agua el culo – prometió sobándome ya la pierna. Acepté. No por festejar la derrota, ni por sus huevos peludos, ni tampoco por la famosa reatota del güero. Acepté porque no tenía razones para no hacerlo. Porque Hugo tenía dientes chuecos y casi me besó en la boca. Porque me sorprendió mirándolo y tenía una verga larga y hermosa. Porque era sábado, porque había un sol radiante, y porque me hervía la sangre y algo o alguien debía apaciguarla. Fuimos al final del parque, hasta una pequeña bodega cerrada con cadena y candado, sólo que el candado era de mentiras, como mi amistad con Hugo, y el jugador velludo y moreno lo quitó con facilidad. Dentro, un colchón en el piso y varios trebejos arrinconados en los costados. No era el Ritz Carlton, eso era seguro, pero a nadie le importaba. Vamos, princesa – me urgió el moreno – encuérate que me muero por cogerte. Princesa?,pensé mientras me sacaba la ropa, nadie me ha llamado así nunca, y nadie debería hacerlo. Soy hombre, quise gritarle ya desnudo, mostrándole mi erección en toda su gloria y esplendor, pero ésta no le interesó lo mas mínimo y me dio la vuelta al tiempo que me empujaba sobre el colchón y rudamente comenzaba a acariciarme las nalgas. Chiquita! – exclamó – que culo más rico tienes. Chiquita tendrás la verga y la inteligencia, pensé para mis adentros, sabiendo que al menos lo primero era una gran mentira, porque ya se la había visto y ahora comenzaba también a sentirla deslizándose entre la raja de mis nalgas. Ah, qué cabrones – dijo de pronto el rubio feo asomando por la puerta – empezaron ya sin mí. Y de cuándo acá hay reglas de etiqueta para la putería?, pensé mientras lo veía desnudarse, apurado y sediento como un perro que llega tarde a la repartición de la jauría. Vaya que es feo, admití para mis adentros viendo su rostro marcado de acné, su pelo revuelto y sudado, los ojos pequeños y torcidos. Déjame algo, cabrón! – pidió a su amigo mientras se quitaba los calzones. Y comprendí que la naturaleza compensa sus errores, porque entre sus piernas se alzaba un portento de herramienta, larga y gruesa, cabezona y dura, y todavía osó darle unos fuertes tirones con la mano para estimular su dureza. Como el amigo no le hiciera el menor caso, me agarró por la cabeza y me la metió en la boca. El sabor era fuerte y pleno, hombre sudado y entero, hombre caliente demandando sexo, y no, yo no era princesa, era una puta ardiendo en su propio infierno. Me prendí de ella, sorbiéndole el tedio, el aire y el miedo, le lamí el tronco, las venas, los pelos. Le comí los mecos, los jugos y el nervio. Cómo mama el cabroncito! – se admiró el güero, feo, feo, pero bien fierrudo. Y deja que le veas el culo – dijo el moreno en el eco perdido de mi trasero. La lengua del moreno ya me tenía viendo cielos y el agujero del culo tan ensalivado que podía meterme tres dedos sin que yo perdiera el resuello. Me lo voy a ensartar de una buena vez – dijo el moreno. Déjame abrirle las nalgas, compa – pidió el güero – ya sabes que me encanta ver como se les va la reata hasta adentro. Venga pues – aceptó su camarada, tan buenos amigos, tan compartidos ellos. Yo me quedé donde estaba. Yo no era persona, ni opinaba, ni nada. Yo soy un agujero, pensé mientras uno me abría las nalgas y el otro me arrimaba el cuerpo. Yo soy un abismo, yo soy un misterio, yo soy un espacio en el cielo negro. Y grité de lleno, sin poder evitarlo, sin querer hacerlo. Porque el agujero, el espacio y el abismo negro se vieron de pronto repletos de verga, de hombre, de cieno. Pero qué estoy haciendo?, me pregunté cuando ya tenía su verga adentro. Está delicioso! – exclamó el moreno, mientras yo sentía sus bolas peludas rebotando contra mi trasero. Cójetelo! – le animaba el güero, tan inteligente él, tan perceptivo, sabiendo que su amigo necesitaba sus vitales consejos – cójetelo bien duro. Me sumergí en la sensación de su polla horadando mi culo. Yo era un esfínter, un saludo abierto, un recibir, un aceptar, un acomodar todo dentro. Y cooperé en el vaivén, en el baile lento y encontré el placer escondido en mi recto, y lo desempapelé, lo perseguí sediento. Me toca, me toca! – urgió el güero, y como el otro no se apuraba me la metió en la boca de nuevo. Ahora soy dos cosas, pensé, sentí, soy dos agujeros, maravilla de la tecnología, milagro del universo. Dos vergas desacompasadas, dos remedos de ataque violento, dos fuertes que defender y dos derrotas al mismo tiempo. Eventualmente escuché los estertores de la pasión y el semen del moreno me terminó dentro. Ni tardo ni perezoso el güero tomó el relevo. Un nuevo oleaje, un renovado tormento. Mi culo se distendió y se borraron los malos momentos. Mas placer escondido, más lugares inéditos de mi cuerpo, más puta que princesa y también el güero se me vino dentro. Anda – dijeron ambos – límpiate el culo, vístete y vete. Mas me merezco, pensé mientras buscaba mi ropa y veía a los tipos encender un porro para compartirlo como habían compartido mi cuerpo. Más merezco, me repetí, pero no lograba creérmelo. Y fue mi mantra en todo el camino de regreso, y ni así logré sentirme menos sucio y menos satisfecho. Te llamó Hugo – dijo mi madre nada mas entrar y todo, absolutamente todo se borró de la memoria de mi cuerpo. Limpio soy, limpio estoy. Qué dijo? – le pregunté sin el menor rastro culpable en mi rostro. Que el lunes tienen que entregar el trabajo de química que tienen pendiente y que ni te creas que te va a hacer la tarea como otras veces – gritó mi madre desde la cocina con cierto tono reprobatorio en la voz, sin saber que tal tarea no existía y que era la forma en clave de avisarme que sacara permiso para no regresar a dormir, porque nos iríamos de farra esa noche. Cierto! – exclamé con el más estudiado apuro – lo olvidé completamente. Tendré que irme a dormir a su casa para poder terminarlo. Y como buen actor, agradecí los aplausos y cerré el telón una vez que mi madre diera su autorización para pasar la noche fuera. Un baño relajante y una tarde entera para recuperar la compostura y cerrar esfínteres, para olvidar morenos peludos y feos rubios reatudos, para borrar colchones en el piso y princesas inexistentes. Un nuevo Raúl para el mismo Hugo de siempre. Qué onda, cabrón! – saludé al llegar con los libros de química bajo el brazo. Vienes bien preparado – dijo Hugo, amado Hugo, flaco y atractivo, maldito entre los malditos, subido en el pedestal donde moraba para mí y gracias a mí. Ya sabes, wey – dije aventando los libros sobre su cama – y a dónde estudiaremos esta vez? – pregunté para saber en dónde nos emborracharíamos y esperaríamos la madrugada. En el bar de costumbre – me informó – y luego en casa del Ernesto. Comenzamos el conocido ritual. Llamadas a los cuates para saber quiénes irían, a quién llevarían de acompañantes, dónde se pensaban reunir después, qué iba a haber de beber y ese tipo de cosas tontas que sólo en la compañía de Hugo valían la pena. Luego nos bañamos y nos arreglamos para salir y justo entonces apareció su madre por la habitación, cara demudada, crisis de nervios. Una de sus hermanas la necesitaba con urgencia, el marido la abandonaba y la muy lista planeaba quitarse la vida y había llamado para despedirse, la necesitaba, se cancelaban las salidas y las fiestas, Hugo debía quedarse en casa porque la madre no podría lidiar con dos preocupaciones a la vez, o salvaba a la infortunada hermana o se desvelaba pendiente de su regreso, no, no había nada que Hugo pudiera hacer para que cambiara de opinión y bolsa en mano nos dejó tan vestidos y tan perfumados, tan de mal humor, tan frustrados, o al menos eso sentía Hugo, porque yo estando con Hugo no me importaba si era en una fiesta o en un funeral. Pinche tía tan loca! – se quejó Hugo arrancándose la camisa – tenía que querer suicidarse justo hoy, en sábado!, a quién se le ocurre? – preguntó con un hermoso mohín que le hacía verse como un chiquillo. Solté la carcajada por la enorme estupidez que acababa de decir. Poco después la captó Hugo también y se soltó a reír junto conmigo. El humor le cambió al instante. Bueno – decidió – si nos vamos a quedar solos en la casa, al menos hay que tratar de pasarla bien. Mi corazón se aceleró inevitablemente, atisbando mil posibilidades en el horizonte. Le voy a llamar a Lulú y le diré que se traiga a alguna amiga para ti – me informó mientras yo me agachaba a recoger los pedazos de la poca compostura y respeto que aun me quedaban. Olvídalo – le dije – que no traiga amiga para mí, porque ya me voy a mi casa. Seguramente pensó que alardeaba, porque no me contestó y siguió con la llamada. Salí de su casa con los ojos llenos de desencantos, aunque cualquiera hubiera creído que eran lágrimas, porque se parecían bastantes. A dónde vas? – me alcanzó Hugo unos metros mas adelante, jadeante y sin camisa. A mi casa, pendejo, ya te lo dije – le contesté sin detenerme. Me abrazó, aunque esta vez la magia del abrazo pareció no un surtir ningún efecto. Entonces me arrastró hasta su casa de regreso y cerró la puerta como para no dejarme escapar. Neta, wey – le dije, conteniendo las lágrimas, esas que no lo eran pero que se les parecían bastante – me quiero ir a mi casa. Pero yo quiero que te quedes conmigo esta noche – contestó Hugo. Ya viene Lulú – le recordé – no me necesitas para nada. Y qué carajos me importa la Lulú? – preguntó como si fuera una estupidez lo que acababa de decir. Pues te gusta, que no? – le contesté – y tiene un buen par de chiches, algo flacas y caídas, seguramente muy sobadas ya por varios, pero chiches al fin, y pues te gustan. Hugo estalló en carcajadas y volvió a abrazarme. Te mueres de celos, verdad Raúl? – me dijo mirándome a los ojos, donde ya los desencantos amenazaban con seguir brotando. Estás punto menos que pendejo – le contesté desviando la mirada. Hugo siguió sonriendo y sin soltarme me plantó un beso, de esos que nunca atina, de esos que se le pierden y van a dar donde no se espera. Un beso en la boca, en los mismísimos labios, bien centrado, bien plantado y me dejó sin habla. Lulú es Lulú – me dijo muy serio mirándome a los ojos – pero tú eres Raúl, mi Raúl, y eso no tiene punto de comparación. Me acordé de que debía respirar. Inhalar y exhalar. Una, dos, tres veces, mientras las palabras de Hugo caían como monedas en una alcancía tan vacía que resonaron tintineantes en el interior con sonoro gozo. Soy su Raúl, pensé complacido, además de muchas otras cosas, ahora soy SU Raúl. Y venga otro beso, ahora nada perdido, porque se demoró buscando todos los rincones de mis labios, y también su lengua, y sus manos en mi cintura, y diestro me desabotonó la camisa y su pecho flaco encontró mi pecho desnudo, y sentí por primera vez la fina pelambre de su vientre sobándose junto al mío. Voy bien? – preguntó separando por primera vez su boca de la mía. No contesté. Qué le iba a decir?, que iba muy bien?, que iba la mar de bien?, que iba por el camino de hacerme el más feliz de los amigos, mortales, hombres, personas, amantes?, qué carajos le podía decir? Porque nunca he hecho esto – me informó – pero quiero hacerlo bien. Asentí, porque de pronto la princesa puta era una virgen muda. Yo, la peor de todas, diría Sor Juana, me quedé callado, me quedé esperando, porque así había sido siempre mi amistad con Hugo, una perenne espera, larga, angustiosa, pero nunca opaca y vacía. Vamos arriba – sugirió, porque aún seguíamos en la sala, y tomó mi camisa del suelo y me tomó de la mano y subimos a su recámara, la misma en la que había estado tantas veces, pero que ahora vi como si fuera nueva y desconocida. Cerró la puerta, otra que cerraba para mí y me abrazó de nuevo, me besó de nuevo, me metió la lengua en la boca y su mano tanteó mi trasero. Te dije que tenías muy bonitas nalgas y no me tomaste en serio – me dijo. Pensé que bromeabas – le contesté sin soltarme de su abrazo. La vida siempre es una broma – me dijo tomando ahora mis dos nalgas, sobándolas con un poco mas de apremio, con un sentido netamente sexual. Y contigo más – le dije temeroso de que saliera justo en ese momento con que todo era una mas de sus chanzas acostumbradas. Y justamente por eso me quieres – dijo llevándome en vilo hasta la cama, mucho más fuerte de lo que su delgado físico hacía suponer. No sólo por eso – dije, dejándome quitar los pantalones, los calzones, la desconfianza. Y porque más? – preguntó mientras comenzaba a desabrocharse los pantalones. Me incorporé para ayudarle. Quería desnudarlo. Lo había soñado muchas veces. Porque tienes los dientes chuecos pero muy blancos – le dije mientras deslizaba sus calzones hasta el piso y su verga, tiesa y larga me saltaba en el rostro. Hugo gimió al sentir que le acariciaba la polla. Comencé desde el tronco, subiendo con paciencia y lentitud a todo lo largo, disfrutando a detalle del grueso y largo cilindro de carne. Me demoré en la cabeza, ahora hinchada y maravillosa, tocando con la punta de mi dedo la cristalina gota que se le había formado en la punta. Me la llevé a los labios y me puse de pie para besarlo de nuevo. Le metí la lengua en la boca sin dejar de acariciarle la verga. Y porque mas? – preguntó jadeante, Hugo caliente, Hugo sexual, Hugo desconocido. Me volví a sentar en la cama sin dejar de acariciar su pene. Le respiré encima, aleteando mi lengua en su hinchada hombría, demorándome el placer de tomarlo en mi boca, desarmando el poder que Hugo tenía sobre mí para armar uno nuevo, uno en el que yo fuera el poderoso y no el rendido. Chúpala ya – rogó mi Hugo acariciando mi cabeza, mientras yo dejaba reposar mi mejilla en su vientre, restregando mi cara en la hilera de vellos que bajaban desde su ombligo. Y comencé a mamarle la verga con toda la pasión y el ímpetu acumulado en dos años de amistad confundida y confabulada, y me hice uno con el misterio de llevar a un hombre hasta el cúmulo del placer sin dejarle saltar hacia el abismo. No di tregua ni respiro. Tenía el conocimiento y el amor necesarios para hacerlo, tenía las ganas y la perversión suficientes, tenía la verga de Hugo en mi boca, y nada había que pudiera negar semejante hecho. No aguanto más – anunció Hugo luego de mucho rato, quién lo contabilizaba?, quién lo medía? Repté de nuevo por su vientre y de allí hacia arriba. Le conté las costillas con iguales besos, y me seduje en sus puntiagudas tetillas, dos pequeños pezones, dos rivales peleando mi atención y mi deseo. Desde luego terminé en su boca, ahora también mía, y no la abandoné hasta que me fue necesario respirar de nuevo. Y ahora qué? – preguntó Hugo temblando, perdido en territorio nuevo, dejándose guiar por mi deseo. Ahora – le contesté – lo que tú quieras – abrazándolo, pegando mi cuerpo desnudo al suyo, llenándome de su piel en la mía, por fin, mío y pleno. Mas besos, mas toqueteos, su verga aun dura aún se debatía en el filo del orgasmo, así que me dediqué a sus huevos, grandes y llenos, suaves y tiernos, y los lamí enteros, me los metí en la boca, uno a uno, luego juntos, casi no puedo. El me buscaba el cuerpo con las manos, algo torpe, un poco lejos, reconociendo algo que ya conocía y que aún así era nuevo. De alguna forma sus manos siempre terminaban en mis nalgas, ya sea porque le gustaran o porque eran lo mas familiar de mi cuerpo, lo que él reconocía como objeto de deseo. No me importaba, mientras me tocara, mientras me deseara, mientras fuera mío y fuera cierto. Quiero hacerte el amor – dijo mientras le lamía los huevos. Quieres cogerme – le corregí, chupeteando su glande de nuevo. Como sea – dijo él – como quieras decirlo, yo lo quiero. Yo también, Hugo, yo también – le confirmé subiendo por su cuerpo, sentándome sobre su verga, apresándola entre mis nalgas y su cuerpo. Hugo me miró desde abajo. Sonrió con sus dientes chuecos, mientras yo le agarraba la verga y la ponía en la posición correcta y bajaba las nalgas a su encuentro. Mi ano estaba listo, ardiendo desde dentro, lubricado de puro deseo, de anticipación y anhelo. El glande hinchado y tieso resbaló sin complicación y ambos suspiramos cuando el resto de su verga de deslizó dentro de mi cuerpo. Eramos uno, un pistón, un martillo y un cencerro, una campana, una máquina perfecta, un concierto. Comencé a rebotar sobre aquel fierro, hundiéndome gozoso en el tormento de tenerlo dentro y después perderlo. Me aferró de las caderas, impidiéndome moverme a veces, arreándome luego. Sigue, sigue! – decía un momento – espera, espera – jadeaba luego. Me recosté un rato en su pecho, sin dejar que su verga escapara de mi culo. Le besé mil veces, le susurré su nombre, mágico conjuro y me miró un momento. Me tienes hecho un pendejo – declaró plantándome un beso, su verga vibrando muy dentro, sus manos en mis nalgas, mi enloquecido amor tatuado en su flaco pecho. No necesité más aliciente que ese. Moví las nalgas, las caderas, apreté el culo, apreté los dientes y apreté el dolor temeroso de ahora perderlo. Hugo agitó el cuerpo y se removió muy dentro, llenándome con su esencia, con su semen, con todo lo bueno y lo malo que le brotaba adentro. No necesité masturbarme, me vine con el puro placer de verlo a él hacerlo, mojándole el vientre, humedeciéndole el cuerpo. Y luego nos quedamos acostados hasta respirar en relativa paz y terminamos durmiéndonos. Amaneció antes de que su madre regresara, lo que nos permitió disimular un poco lo que la habitación delataba, el olor a sexo, mi estúpida expresión enamorada, el nuevo modo en que Hugo me miraba. Sabes wey? – dijo luego de que terminamos de levantar la habitación – esto definitivamente lo cambia todo. A qué te refieres? – pregunté con un ladino dolor en la boca del estómago, esperando lo peor, sabiendo de antemano que la muerte es lo único seguro que tenemos, que el amor no existe, que polvo somos y en polvo nos convertiremos. Ya no soy el de anoche – declaró simplemente. Lo sabía, me recriminé, lo sabía, claro que lo sabía, la luz del día todo lo arruina, la noche terminó, fue el alcohol, yo no quería, no sabía lo que hacía, no eres tú, soy yo, mereces algo mejor, alguien llegará a tu vida, yo no te merezco. Lo sabía, lo sabía. Ya no puedo ser el mismo de anoche – siguió Hugo, enrollando el fino hilo de sus pensamientos – porque ahora se cosas que no antes no sabía – la madeja se enredaba y él pacientemente, Penélope y Ulises, seguía la punta del ovillo – y no puedo ignorar ahora ese nuevo conocimiento, porque sabes? – me miró – ya sabía que te quería – mi corazón, caballo desbocado sin jinete ni gobierno se detuvo, morí por un segundo – pero ahora entiendo que te puedo querer mas todavía, de otra forma, de otro modo, y aun así seguirías siendo mi mejor amigo. Un mal remate sin duda, me dolí por un segundo, que es eso de quererme y seguir siendo mi amigo? Quien entiende a este hombre? Quien le escribe los parlamentos? Quien en su sano juicio lo inventó y lo lanzó al mundo? No te entiendo, wey – le dije sinceramente, con esa honestidad que te brota desde los huevos, que te desarma y te desarticula, y me senté en la cama, deseando seriamente entender a Hugo, el enigma. Yo tampoco, cabrón – me dijo acercándose, tomando mi cabeza entre sus manos, besándome en la luz de la mañana, sin el pretexto de la pasión, sin el fuego del sexo quemándonos las entrañas – y no quiero entender. Es necesario – le dije, deseoso de un plan, una estructura, un mapa, un destino. No, no lo es – contestó besándome de nuevo – estamos bien así. Comenzó a desnudarse, si, de nuevo, cuando recién nos habíamos vestido, cuando parecía que el deseo no podía reinventarse, reiniciarse, pero me bastó ver su piel morena, sus costillas dibujadas tan claramente, su largo pene recobrando la elegante compostura y entendí su punto de vista. Era mi amigo, mi Hugo, también amante. Ahora muéstrame lo que puedes hacer con esto – dijo empinándose sobre la cama, pequeñas y firmes nalgas, secreto entre ellas y mi verga dura al instante. Es Hugo, pensé mientras me aproximaba a su culo, no hay porque entenderlo, no es necesario, porque no es mío, pero me pertenece, y le abrí las nalgas y le metí la lengua dentro, conociéndolo un poco más, y queriéndolo, porque nó?, siempre queriéndolo. Si te gustó, házmelo saber. Altair7@hotmail.com  
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